Buena parte de esta demonización del mercado sirve para etiquetar al liberalismo porque ¡el liberalismo defiende el mercado! Finalmente, el liberalismo ha ido viendo deteriorada su imagen porque se le ha convertido en adalid del capitalismo salvaje, de los mercados sin control al mismo tiempo que algunos autoproclamados liberales se han posicionado en rancias posturas conservadoras. Se vende con mucho éxito la imagen de que el liberalismo prefiere que la gente se muera de hambre en la calle, que los ancianitos se queden sin pensión, que los niños pobres no puedan estudiar a ver intervenir al Estado... Y la realidad es que se ha desvirtuado por completo la teoría liberal del Estado hasta el punto de que el propio Antonio Garrigues Walker recordaba en la tercera de ABC el 20 de mayo del pasado año el papel subsidiario del Estado liberal de la siguiente forma:
"El liberalismo entiende que, por regla general, el mercado es el sistema que permite una asignación más eficiente de los recursos y por ende el que mejor facilita no sólo la creación sino también la distribución de la riqueza.
Pero si por cualquier razón ello no fuera así, el liberalismo ha defendido y defenderá inequívocamente la actuación del sector público y su intervención directa, con tal de que no tenga carácter permanente y el proceso pueda ser controlado en todo momento por la sociedad civil. El liberalismo se opone, sin la menor reserva, a toda forma de concentración de poder económico, sea público o privado, y por ello reclama una aplicación estricta de las leyes antimonopolio y de las normas que defienden una competencia leal. El liberalismo no tiene nada que ver con el llamado “capitalismo salvaje” ni con ningún sistema que provoque la indefensión y la opresión del ciudadano. El liberalismo protesta contra un mundo en el que se están acentuando las desigualdades tanto a nivel internacional como nacional, justamente porque se falsifican y se adulteran las reglas del mercado en beneficio de los más poderosos."
Este principio de subsidiariedad implica que el Estado debe intervenir para suplir las deficiencias y las carencias del mercado, lo que implica que este principio no puede presentarse como instrumento para suplantar al mercado ni para instaurar un sistema estatal de asignación de recursos. Para el liberalismo, esa intervención del Estado es secundaria, subsidiaria porque considera que allí donde el mercado puede funcionar debe haber mercado. Aunque el hecho de que haya libre mercado no implica que el Estado permanezca completamente ajeno. Los mercados exigen una regulación que permita la existencia de la competencia. Este es el siguiente punto en el que Antonio Garrigues Walker hace especial hincapié porque no debemos olvidar que un mercado donde están permitidas las prácticas que restrinjan la competencia no es un mercado, es un campo de lucha libre. Por supuesto, este mercado falso no es eficiente en la asignación de recursos porque no permite que afloren los mejores sino que sólo protege a los más fuertes. Y esto es un privilegio. El liberalismo tiene en su raíz más profunda su oposición a los privilegios. Esta es su gran lucha por la igualdad. Nació oponiéndose a los privilegios de cuna, que implicaban una discriminación política y fiscal para los no aristócratas y siguió oponiéndose, como bien dice Antonio Garrigues Walker, a la concentración económica y a las conductas desleales. Por ello, el Estado liberal tiene una función primordial de regulador y supervisor. Es el Estado-gendarme liberal. Bien es cierto que esa regulación no debe ir encaminada ni más ni menos que a asegurar la competencia leal en el mercado y, en definitiva, la igualdad de oportunidades.
Otro autor, Friedrich A. Hayek, hizo a su vez unas aportaciones interesantes en 'Camino de servidumbre' ('The Road to Serfdom', 1944) acerca de esta cuestión. La cita es extensa, pero resulta muy clarificadora:
“El uso eficaz de la competencia como principio de organización social excluye ciertos tipos de interferencia coercitiva en la vida económica, pero admite otros que a veces pueden ayudar considerablemente a su operación e incluso requiere ciertas formas de intervención oficial. […] Prohibir el uso de ciertas sustancias venenosas o exigir especiales precauciones para su uso, limitar las horas de trabajo o imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia.
[…] El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información -algunas de las cuales no pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada-, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible.”
Friedrich A. Hayek: Camino de Servidumbre (1944)
Hayek plantea la imposibilidad de que la existencia de un sistema de planificación económica sea compatible con las libertades políticas. Desvela el engaño del pensamiento colectivizador que pretende justificar su omnímoda intervención de la economía, su dirección centralizada desde el poder, con el pretexto de una igualdad real, de una libertad 'verdadera', la 'libertad' que da que toda la economía esté en manos del Estado, mediante la superación de las 'falsas' libertades del liberalismo. El autor es sumamente claro planteando la cuestión. La planificación económica es incompatible con la democracia y, por otro lado, el sistema de libre competencia exige una regulación. Del mismo modo, en páginas anteriores critica la vieja concepción liberal de laissez-faire y sostiene que el liberalismo no es un credo estacionario. En todo esto tiene mucha razón porque existe la penosa pretensión de fosilizar el liberalismo, de extirparle su más profundo anhelo de progreso del ser humano por la ampliación de su libertad y su autonomía personal.
“Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire.”
Friedrich A. Hayek: Camino de Servidumbre (1944)
Si después de todo esto espero haber desmitificado determinados aspectos del liberalismo, al menos aquéllos referidos al papel del Estado y de la regulación, quería terminar exponiendo lo que manifestó otro autor, precursor del liberalismo, sobre la cuestión de la asistencia social. Thomas Paine al final de su obra Los Derechos del Hombre ('Rights of Man', 1791 y 1792) presenta un ambicioso proyecto de reforma de los 'presupuestos' públicos de la corona británica que consiste en la reducción de los gastos corrientes que estima Paine que se deben a las intrincadas políticas y al despilfarro de la corte, y que además incluye un amplio programa de ayudas sociales. El propio autor lo resume de la siguiente manera:
“La enumeración es la siguiente:
Primero: Abolición de dos millones de tributo para beneficencia.
Segundo: Asistencia a doscientas cincuenta mil familias pobres.
Tercero: Educación para un millón treinta mil niños.
Cuarto: Atención para el bienestar de ciento cuarenta mil personas ancianas.
Quinto: Donación de veinte chelines, cada una a cincuenta mil recién nacidos.
Sexto: Donación de veinte chelines, cada una a cada nuevo matrimonio.
Séptimo: Subsidios de veinte mil libras para los gastos de los funerales de las personas que viajan por motivos de trabajo y mueren lejos de sus amigos.
Octavo: Empleo, en todo momento, para los pobres circunstanciales de las ciudades de Londres y Westminster.
Mediante el funcionamiento de este plan quedarán sobreseídas las leyes de pobres, esos instrumentos de tortura civil, y se impedirán los gastos inútiles de los pleitos. Los corazones de las personas humanitarias no se sentirán escandalizados por los niños harapientos y hambrientos y por las personas de setenta y ochenta años de edad que piden por las calles.”
Después de leer esto no del padre sino del abuelo del liberalismo, es difícil pensar que éste tenga unos planteamientos inhumanos o despiadados sobre la cuestión de la asistencia social de los más necesitados. De hecho, es más fácil para un país próspero con una buena economía de libre mercado sufragar los costes de esa asistencia social que para los países socialistas (esto también lo apunta Hayek). Las propuestas de Thomas Paine están muy circunscritas al contexto de la Gran Bretaña de su tiempo y posiblemente sus medidas no se entenderán bien al haber leído sólo ese extracto, pero esto refleja que no está ni mucho menos en el ánimo del liberalismo auspiciar la ley de la jungla. Sólo un sistema socialista, de planificación o de capitalismo de Estado es verdaderamente inhumano porque le niega al hombre su autonomía, su independencia, su libertad para convertirlo en un ser dependiente de la gran máquina represiva Estatal que no sólo no se conforma con ahogar sus libertades políticas sino que lo convierte en un asalariado forzado del Estado, en una pieza más del alienante engranaje de la burocracia, en un ser que no es porque el verdadero ser reside en el Estado y sólo en el Estado. Termino con una honrosa cita de Ortega:
“El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla.”
José Ortega y Gasset: La Rebelión de las Masas (1930).