Veintisiete enanos (algunos de ellos muy enanos) luchando contra un único y coordinado mercado financiero internacional es una imagen aproximada de lo que está pasando en las últimas semanas. La posible suspensión de pagos de EEUU por motivos legales sólo amenaza con arrojar más madera a los ya atacados de pánico mercados de deuda pública. Pero ¿qué es lo que está pasando, qué son estos mercados y a qué se dedican, por qué de repente la gente los odia tanto?
Los mercados financieros no son más que plataformas digitales desde las que los brokers pueden comprar y vender distintos títulos en nombre de los inversores, que pueden ser institucionales o particulares. De forma incluso más flexible y eficiente que un mercado de abastos, los brokers compran y venden acciones, títulos de deuda o derivados entre otros con precios que fluctúan constantemente siguiendo patrones claros de oferta y demanda detrás de los cuales muchas veces hay (aparte de sesudos análisis con los que muchos se ganan la vida) meros estados de ánimo generados por noticias, rumores u opiniones de analistas en los medios. Para que algunos les pongan cara a los inversores que alimentan esos mercados, detrás hay muchos gestores de fondos de inversión, fondos de pensiones y hedge funds que se alimentan del dinero de muchos pequeños inversores particulares, gente de la calle que tiene un modesto plan de pensiones contratado con su caja o banco de toda la vida. Es cierto que también están las grandes fortunas, pero que nadie se deje engañar, los grandes inversores de deuda pública son numerosos bancos europeos en los que todos tenemos depositado nuestro dinero. Así que aunque más de uno de los que protestan por ahí no lo sepan, puede que ellos también sean parte de ese mercado que especula contra la deuda pública de los periféricos.
Dicho esto, la situación a la que estábamos acostumbrados hasta hace un par de años era que la deuda soberana era el activo financiero considerado más seguro y que cotizaba, por tanto, con la menor rentabilidad. Durante décadas, los Estados se han acostumbrado a acudir al mercado para conseguir dinero a veces a corto y otras a largo plazo, pero, en cualquier caso, han desarrollado la costumbre, que viene ya de largo, de pagar sus gastos con dinero prestado porque el que ingresan en impuestos no es suficiente, especialmente en coyunturas de crisis económica. Países como España, a diferencia de Alemania, han disparado su gasto público mientras las cosas iban bien minimizando el ahorro y se han encontrado, sin embargo, con una importante necesidad de financiación cuando la crisis ha llegado. Así las cosas, esos mercados tan odiosos han estado pagando esos servicios públicos que disfrutamos y de los que los europeos estamos tan orgullosos (supongo), pero eso tiene un precio. Como todo el mundo, los Estados también tienen que devolver lo que deben más tipos de interés y la crisis económica con el consiguiente estancamiento del crecimiento y subida del déficit, sumado a niveles de endeudamiento ya altos de por sí (salvo en el caso de España) ha provocado que el miedo a la insolvencia, es decir, el temor de que los Estados no puedan devolver el dinero. Esto ha provocado la subida de la rentabilidad exigida a los bonos de deuda pública, lo que ha hecho más difícil a los Estados conseguir dinero en los mercados y, por ello, pagar las deudas.
En este contexto, nadie debería extrañarse de que las tensiones en los mercados generen recortes del gasto público. No se puede querer a los mercados cuando te financian barato y odiarlos cuando te suben la rentabilidad porque ese dinero es, en cualquier caso, de los inversores, no de los Estados que lo toman prestado y porque es lógico que los inversores, entre ellos, muchos ciudadanos de a pie con planes de pensiones y fondos de inversión, presten más caro si suben los temores a una suspensión de pagos. Es cierto que parece sospechoso que sea justo ahora cuando todas las dudas sobre la solvencia de estos países estén aflorando, pero eso sólo quiere decir una cosa: no es que los mercados estén financiando ahora caro a los Estados es, más bien, lo contrario: han Estado financiando muy barato a los Estados. Muchos se han dado cuenta ahora de que con escaso crecimiento y alto endeudamiento los fundamentales no están bien, es algo que no se veía antes, mientras se crecía a buen ritmo, pero era algo que estaba implícito en la burbuja y la crisis que alimentaba. Lo que pone en evidencia todo esto es que hay que redefinir el modelo de crecimiento económico (hasta ahora basado en burbujas provocadas por una expansión crediticia desmedida alimentada desde los bancos centrales) e ir hacia una cultura fiscal nueva en la que los Estados sean más eficaces en el control y la reducción del gasto. Se puede y se debe mantener la protección social, pero no como se ha venido haciendo hasta ahora. Hay que redefinir las prioridades en el gasto público, buscar una mayor eficiencia y evitar, ante todo, déficits como los que hemos visto. Todo esto parece ser por ahora, sin embargo, un imposible. Hay demasiados intereses en juego y pocos dispuestos a adoptar medidas duras en el corto plazo, pero que ayuden, a la larga, a preservar el modelo europeo. Entre esos pocos parecen encontrarse, me temo, los veintisiete enanos descoordinados.
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