Desde hace varios años, se están suscitando en la opinión pública española numerosos debates sobre la Segunda República y la Guerra de España. La verdad es que todo lo que afecta a este periodo resulta ser polémico, parece levantar viejas heridas o ahondar en profundos traumas colectivos. Nada más lejos de eso, me propongo hacer un breve análisis sobre distintos aspectos de la Constitución de 1931 para que los lectores conozcan mejor los fundamentos jurídicos y políticos del régimen republicano.
La Constitución de 1931 define España como una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia. Esta afirmación afianza la firme vocación democrática y social de la República al tiempo que erige como sus valores supremos la libertad y la justicia. Se afirma la soberanía popular; la emanación del pueblo de todos los poderes; la participación directa de los ciudadanos en la política (referéndum e iniciativa legislativa popular); el compromiso con la Sociedad de Naciones y la paz internacional, así como se reconocen y amparan todos los derechos y libertades individuales. Esto tendrá su plasmación en todo el articulado del texto constitucional y supone un gran avance democrático en la historia de nuestro país.
El modelo territorial
La estructura territorial del nuevo Estado se corresponde con la de un sistema a la carta de regiones, en lo fundamental muy similar al que inicialmente prevé nuestra Constitución con algunos cambios. Así, aquellas provincias con peculiaridades culturales o históricas que lo deseen podrán iniciar un proceso para acceder a la autonomía (la formulación de nuestra Constitución parece un plagio). Este procedimiento goza de todas las garantías democráticas y de una triple legitimidad: la de los ayuntamientos, la del cuerpo electoral de las provincias afectadas y la del Congreso de los Diputados (la fórmula cambia respecto a las preautonomías de la transición). Una vez constituidas, las regiones gozan de unas competencias amplias, especialmente en materia de ejecución, aunque también gozan de competencias legislativas. El Estado se reserva la aprobación de legislación básica, se prohibe expresamente la diferenciación de trato a un ciudadano de la República en función de su región y se reservan para el Estado aquellas competencias que, sin estar expresamente recogidas en la Constitución, no se hayan atribuido a la región en su estatuto de autonomía. El Tribunal de Garantías Constitucionales es el competente para resolver los conflictos de competencias. Asimismo, se establece la posibilidad de reversión. La provincia que desee dejar de formar parte de una región puede hacerlo mediante la aprobación de la mayoría de los ayuntamientos y del censo (un régimen mucho más flexible que el actual). La Constitución recoge la posibilidad de que por ley nacional se dé un reconocimiento mayor a las lenguas regionales. Asimismo, su conocimiento y uso podrá imponerse por ley. Esto se ve completado por las disposiciones en materia de educación que garantizan, mejor que ahora, la enseñanza del castellano.
La forma de gobierno
La forma de gobierno es la republicana aunque con peculiaridades que la hacen difícilmente asimilable al parlamentarismo o al semi-presidencialismo. Quizás tiendo a inclinarme más por la segunda si bien sería una especie de híbrido (considerando que por entonces no se hablaba de semi-presidencialismo es difícil que responda plenamente a esta estructura). Es una mezcla entre el sistema francés e italiano con elementos de EEUU. La relación entre el Presidente de la República, el ejecutivo y el parlamento son cuanto menos peculiares. El jefe del estado es elegido conjuntamente por el Congreso de los Diputados (poder legislativo) y por una asamblea de compromisarios exclusivamente elegida para la elección del Presidente de la República. Es un tercium genus entre la elección directa del presidencialismo y la indirecta del parlamentarismo. Goza así de una doble legitimidad y ostenta el cargo durante seis años sin posibilidad de reelección hasta trascurridos otros seis años sin ejercer el cargo. El mandato excede en dos los años que dura una legislatura lo que posibilita que haya bicefalia porque la elección de la asamblea no tiene por qué coincidir con la del Congreso y puede darse el caso en que salga elegido un Presidente de la República que no goce con la mayoría del poder legislativo.
Esto puede complicar la labor de gobierno. ¿Por qué? La razón es clara. El jefe del Estado no es una figura simbólica, como en el parlamentarismo, sino que goza de ciertos poderes importantes. Por ejemplo, es él quien nombra al Presidente del Gobierno y no el Congreso. Sin embargo, el Congreso sí puede retirarle la confianza y forzar el nombramiento de un nuevo jefe del ejecutivo. En caso de bicefalia, la política ha de erigirse al máximo nivel para que el Pte de la República nombre a quien pueda gozar de la confianza de la Cámara. Además, éste tiene competencias en materia internacional (de tratados y guerra principalmente -ésta con amplias limitaciones), en la adopción de medidas urgentes, en la disolución del Congreso (máximo de dos veces en su mandato) y en la promulgación de las leyes, además de otras facultades en las que ha de contar con la aprobación del ejecutivo. De hecho, tiene un inusitado poder de veto, lo que aleja este modelo del parlamentario. El Pte de la República puede devolver las leyes al Congreso, antes de promulgarlas, y sólo si éste las vuelve a aprobar por mayoría de dos tercios (¡amplísima mayoría!), estará obligado a promulgarla. Este poder de veto, sólo existente en EEUU con tanta fuerza, donde se enmarca en otro contexto, es de facto un contrapoder legislativo difícilmente superable por una Cámara tan fragmentada como esta. Por último, el legislativo puede destituir al Pte de la República siempre que los compromisarios también lo aprueben y, lo más curioso, si no lo hacen, el Congreso se disuelve y aquéllos eligen a un nuevo Pte. de la República. Esta extravagante fórmula asegura la posibilidad de que haya un cambio al frente de la jefatura del Estado al tiempo que fuerza al Congreso a recurrir a este recurso sólo en última instancia pues ponen en riesgo su propio asiento de diputado. La última peculiaridad es extremadamente llamativa. En EEUU el vicepresidente es, al mismo tiempo, el Pte. Del Senado (el legislativo es bicameral). Pues en España, esta Constitución no recoge la figura de vicepresidente, pero en caso de ausencia o impedimento temporal del jefe del Estado, cumplirá la función de Pte de la República el Pte. Del Congreso.
Como vemos, es un sistema complejo, que asegura un cierto personalismo del régimen sin riesgo de excesos, pero con el grave peligro de la inoperancia, en caso de bicefalia, riesgo no despreciable incluso para los países más sólidos. Los efectos que esto pudo acarrear se los dejo a los historiadores.
Los derechos y libertades
El régimen Repúblicano viene dotado de un amplio reconocimiento de los derechos y las libertades individuales y de sus plasmaciones colectivas. Sin duda, es una de las Constituciones más avanzadas de su época. Su título tercero se divide en dos capítulos. El primero, de las garantías individuales y políticas, recoge el catálogo de derechos, su protección y las remisiones necesarias a una regulación posterior. El segundo, de la familia, la economía y la cultura, recoge normas de contenido diverso. Este capítulo, propio del siglo XX, representa la ruptura española con el constitucionalismo decimonónico y constituye, junto con la figura kelseniana del Tribunal de Garantías Constitucionales, uno de los elementos más modernos de esta carta magna. Se plasma así la nueva preocupación política por la justicia social.
El primer capítulo goza de una especial protección. Consagra el principio de no discriminación; el principio de legalidad; el habeas corpus; la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, así como los restantes derechos y libertades (entre ellos la libertad sindical). En materia religiosa, el texto es estricto. La laicidad del Estado toma buena forma en este capítulo. Garantiza la libertad de cultos, pero restringe la actividad económica y educativa de las órdenes religiosas. Un párrafo del artículo 26 está redactado para la disolución de los jesuitas por su mandato de obediencia a otra autoridad que no es la del Estado, esto es, el Romano Pontífice. Definitivamente, la voluntad del constituyente es acabar con los antiguos privilegios eclesiásticos de una forma radical a la par que respetuosa de los derechos individuales. El capítulo también recoge algunas obligaciones, especialmente en materia de defensa nacional, y los supuestos de suspensión de derechos (con muchas limitaciones y garantías).
El segundo capítulo equipara los hijos nacidos fuera del matrimonio y dentro de él; establece las obligaciones de los padres para con sus hijos; instituye la igualdad entre los cónyuges, y reconoce el divorcio. Todo este contenido refleja la voluntad del constituyente de no dejar a merced de los avatares políticos cuestiones tan relevantes del derecho matrimonial. En materia de economía, el texto refleja diversas limitaciones a la propiedad privada propias de constituciones contemporáneas. Habilita al Estado para expropiar y para intervenir en la economía al tiempo que deja la riqueza nacional afecta a las cargas públicas que legalmente se impusieran (nada más cercano a nuestro modelo actual). También se advierte la preocupación por los asuntos del campo. Por último, recoge numerosos derechos para los trabajadores (aunque no tan amplios como los actuales) y en materia de enseñanza (es laica; la educación primaria es obligatoria y gratuita; reconoce la libertad de cátedra...). Aunque lo más relevante en los tiempos que corren son las garantías que en materia de educación se establecen para la enseñanza del castellano en aquellas regiones con otra lengua. Quizás sea más ilustrativo recoger el primer párrafo del artículo 50: las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usara también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. El Estado podrá mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República (esto ahora es imposible). Esto nos permite afirmar que los derechos lingüísticos estaban mucho mejor garantizados en la República que en la actualidad.
Conclusión
La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico emanada de la soberanía nacional que debe recoger las normas básicas de funcionamiento del Estado y garantizar los derechos y libertades fundamentales, haciendo posible la alternancia política en democracia y el gobierno de distintas fuerzas políticas. Con todo esto en mente, la Constitución de 1931 es una buena constitución, pero adolece de falta de consenso. Es un texto muy avanzado. Sin duda, de no haber habido guerra civil, España podría seguir rigiéndose por ella. Pero el país no estaba preparado. Su aprobación se hizo con el voto en contra de toda la derecha tradicionalista e importantes reticencias en la izquierda revolucionaria, que representaban por entonces un importante sector de la población. Los constituyentes de entonces sacrificaron el consenso en favor del progreso de España. Se enfrentaron al binomio estabilidad-progreso y optaron por este último. Tal vez, el único consenso posible fue el que se obtuvo. Quizás, un acuerdo con los tradicionalistas habría minado el carácter moderno de la República y habría legitimado los movimientos revolucionarios emergentes. Es difícil saberlo. Nunca nos habíamos puesto de acuerdo para promulgar una Constitución. Esta vez tampoco fue distinto. Ese lastre lo llevaría siempre.
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