domingo, 26 de abril de 2009

Análisis crítico de 'Un enemigo del pueblo'



El pasado 27 de marzo, viernes, tuvo lugar el estreno de una obra del dramaturgo Henrik Ibsen (siglo XIX), Un enemigo del Pueblo, dirigida por mi amigo Jorge Morla en el Colegio Mayor Elías Ahúja. La obra me gustó y me apasionó tanto el tema que me he decidido a escribir sobre ella. Para los que no la hayan visto o leído, dejo un enlace para que puedan hacerlo y, en cualquier caso, recomiendo la lectura del cuarto acto, el de mayor carga ideológica (página 100 y siguientes).


Sostiene el autor que hay dos clases de personas intelectuales: las plebeyas y las patricias. Lo que las distingue es su servidumbre moral e intelectual al criterio de una persona de la que se es esclavo espiritual. Sólo las personas con un pensamiento libre, no supeditadas a esa pleitesía moral se han convertido en la aristocracia intelectual que debe decidir qué es la verdad y qué no. La teoría política vagamente formulada por boca del Dr. Stockmann apunta que la mayoría se equivoca porque está conformada por estúpidos plebeyos y que sólo dicha élite de intelectuales tiene la razón. Esa minoría posee, según el autor, unas ideas más avanzadas que el resto y que sólo son abrazadas por la mayoría cuando ya son verdades viejas. Claro que, entonces, la nueva élite intelectual sigue por delante con sus nuevas ideas. Ibsen es, por tanto, partidario de una vanguardia intelectual al más puro estilo platónico aunque ignoro muy bien cómo pretende reconducirlo al sistema político. La primera gran frase polémica de dicho acto dice así: El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad de nuestra sociedad es el sufragio universal. El mal está en la maldita mayoría liberal del sufragio, en esa masa amorfa. He dicho.


Las polémicas palabras de Ibsen, formuladas en un contexto histórico que aún desconocía el totalitarismo, no tienen nada de nuevo. Sin embargo, parten de un error que, probablemente, esté muy extendido. Éste consiste en que el objetivo de la democracia, de la representación elegida por sufragio universal es tener la razón. Nada más lejos de la realidad. Existen insignes errores en los funcionamientos de la democracia. El más sonado fue la condena a Sócrates por el tribunal de los 500. Quinientos ciudadanos atenienses que, siendo vecinos suyos, lo condenaron a muerte por mayoría. Éste quizá es el ejemplo más llamativo porque en el mundo antiguo no hubo civilización tan democrática ni avanzada como la griega y, dentro de ésta, la ateniense. No obstante, todo ha cambiado mucho desde entonces. Ahora no hay esclavos y el gobierno se ordena de forma bien distinta. En lugar de haber democracia directa hay democracia representativa. La justicia, además, se dice en los tribunales por funcionarios cualificados para ello. El jurado es en nuestro país una excepción y está sometido a la doble instancia, como casi todos los procesos penales. La pena de muerte está abolida. Aún así, se siguen dando errores judiciales. Sin embargo, no quiero desviarme del tema, que no es la justicia sino el gobierno.


Puede que sea posible aceptar una lectura meramente intelectual de las palabras del señor Stockmann. Sin embargo, si es cierto que Ibsen se refiere a los librepensadores (así lo interpreto yo) como la clase aristocrática que debe regir la humanidad porque tiene la razón, cae en un primer error: pensar que toda persona no subordinada en su forma de pensar a otra es más infalible que otra que sí lo está. El error es consustancial al hombre, también a los librepensadores. La libertad de pensamiento parece conferir a esa aristocracia una especie de distinción respecto de sus vecinos. Sin embargo, es posible que esa cualidad se traduzca en una mayor talla moral o no. Sin que sirva de precedente, mencionaré que Bakunin en su obra Dios y el Estado, haciendo una extravagante interpretación del mito de Adán y Eva, califica a Satanás como el primer librepensador que liberó al hombre incitándole a probar del árbol de la Ciencia del bien y del mal. Valga esto como ejemplo del ir y venir que puede dar la mente librepensadora.


Es muy loable pretender ejercer libremente el pensamiento en su sentido máximo. Es bueno tratar de liberar nuestro intelecto de las ataduras históricas, sociales, culturales y demás condicionantes externos e internos. Es deseable ponerlo todo en duda, tratar de cuestionarlo todo y reconstruir nuestros conocimientos. Sin embargo, estos condicionantes son tan fuertes y a veces tan inaccesibles para nosotros que toda esa labor ingente no nos garantiza el habernos liberado plenamente. Esto junto con nuestras capacidades limitadas y nuestra perspectiva necesariamente parcial hace que el librepensador se distinga de su vecino en poco más que su actitud. Sin embargo, esta actitud no garantiza la verdad de las opiniones de los librepensadores ni que tengan razón. Su conocimiento es tan precario como el de cualquier otro ser humano. Luego no es verdad que esa élite intelectual tenga razón o conozca la verdad. Sólo sabemos con certeza que es la minoría arrogante que dice saber la verdad (al menos eso es lo que sucede con el Dr. Stockmann) y esto es sumamente peligroso.


Sin embargo, otra cuestión bien distinta es que tengan que gobernar los que tienen razón. Ya hemos visto la imposibilidad de que se pueda afirmar categóricamente que alguien, por su supuesta cualidad moral, pueda tener la Razón. Sin embargo, si esto fuera así y el señor Stockmann tuviera la razón absoluta, tampoco él debería gobernar, ni siquiera él sería necesariamente el más indicado para ejercer ese ministerio público. Uno de los errores más comunes es que los sistemas políticos deben garantizar que gobiernen los que saben (esto viene ya de Platón).


Ninguno de los autores que conozco que ha tratado la cuestión de la constitución de la comunidad política ha planteado el tema en esos términos. El fundamento básico de la comunidad política es que se constituye para la defensa de los derechos del ser humano. La ley del más fuerte es derogada por la comunidad política, que instituye por consenso social un orden de igualdad y libertad donde todos tienen garantizados unos derechos. El ejercicio de la soberanía por parte de los individuos de la comunidad política garantiza que el gobierno no se va a ejercer en detrimento de los propios gobernados, que es de lo que se trata. De esta forma, los ciudadanos pueden poner y quitar gobiernos. Pero, además, es preciso que la legislación y el gobierno respeten esos derechos para los cuales se constituye la comunidad política y sin los cuales ésta no tiene razón de ser. Esto último es el fundamento del derecho de resistencia ante los gobiernos injustos, base de la Revolución Americana y, sobre lo cual, John Locke construyó su defensa de la Revolución Inglesa (El Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil).


La cuestión última es, por un lado, que ningún ser humano puede arrogarse más razón que otro en la medida en que todos tienen los mismos derechos y deben velar con igual soberanía por sus intereses y, por otro, que el poder corrompe. Jean-Jacques Rousseau critica el sistema de gobierno unipersonal por el evidente conflicto de intereses en el que se halla la persona que detenta todo el poder. Por otro lado, el principio de división de poderes proviene de la teoría de Montesquieu sobre la base de que el poder absoluto corrompe absolutamente.


Esta máxima se ha verificado constantemente en nuestra historia, más aún en la reciente. La concentración del poder sin control y sin la posibilidad de removerse es de por sí la constitución de una dictadura. Podemos pensar que nuestros políticos tienen convicciones democráticas porque no cometen excesos autoritarios en el ejercicio del poder, pero la realidad es que el sistema se lo impide porque están controlados por las urnas y por los jueces. Sólo una mayoría favorable a la dictadura puede acabar con la democracia. Por eso algunos hablan de la debilidad de nuestro sistema, pero lo cierto es que es más fácil poner de acuerdo a una gran mayoría en un sistema democrático que en elegir a un dictador porque cada grupúsculo querría poner al suyo. Por ello, las dictaduras se suelen imponer por la fuerza de las armas y no por la fuerza de las mayorías, que si las respaldan es, en realidad, porque su libertad está coartada por el miedo o la intimidación. Lo que se consigue con las democracias no es tanto tomar las decisiones correctas porque la mayoría también puede cometer errores (aunque creo que menos que un solo hombre) sino limitar al máximo las posibles desviaciones en el ejercicio del poder y, sin duda, conozco muchos más casos de regímenes absolutos, autoritarios y totalitarios donde el poder ha sido mal ejercido, donde la iniquidad ha acampado a sus anchas, que de democracias, donde además es más fácil depurar responsabilidades.

martes, 21 de abril de 2009

La solución no es más socialismo



Por lo que se ha comentado en algunos medios de comunicación sobre el cambio de gobierno, parece ser que Pedro Solbes era un estorbo por sus reticencias a aplicar políticas económicas más de izquierdas ante la crisis y que el nombramiento de Elena Salgado permitiría ese giro socialdemócrata. Como no me parece una tesis descabellada y como el mayor logro de Salgado en los últimos meses ha sido lanzar el Plan E, he creído conveniente escribir sobre este giro socialista del gobierno.


Creo que el primer error que se está dando en este contexto de inestabilidad es que el libre mercado ha fracasado y que hay que ir a un sistema de mayor intervención. Algunos están impresionados con los planes de rescate multimillonarios de bancos. Argumentan que si países tan liberales como EEUU o Reino Unido están haciendo eso, el modelo liberal ha fracasado y hay que ir a la socialdemocracia. Sin embargo, cabe distinguir dos tipos de intervenciones: las coyunturales y las estructurales. A mi modo de ver, las intervenciones en los bancos son coyunturales por varias razones. La primera, la caída de las entidades financieras puede provocar un efecto dominó por las vinculaciones entre los distintos balances de los bancos. A esto hay que añadirle la desconfianza. No es asumible que los ciudadanos tengan incertidumbre sobre sus depósitos y sobre el tráfico bancario, máxime si la mayor parte del dinero es dinero bancario y no dinero físico como tal. La quiebra del sistema financiero nos devolvería a un sistema preindustrial con una oferta monetaria brutalmente restringida y unas dificultades tremendas para hacer circular el dinero. Por todo ello, los bancos deben sobrevivir a toda costa y el Estado debe respaldarlos (esto al margen de las responsabilidades individuales oportunas que haya que depurar). No obstante, esta intervención debe responder a una situación de urgencia, limitarse a lo estrictamente necesario para asegurar el reflote de la entidad y levantarse en cuanto desaparezca el peligro. Por ello es coyuntural y responde a una situación excepcional, de una gravedad importante para todo el sistema y, por tanto, para la sociedad libre.


Además de estas intervenciones, se han adoptado medidas para devolver la confianza al sistema financiero: subir la garantía de los depósitos, avalar los créditos en el interbancario, comprar activos a los bancos. Todo esto es positivo. Sin embargo, esta crisis exige desarrollar otras reformas estructurales. El libre mercado como modelo no está en crisis. El camino de la recuperación es precisamente que los mercados vuelvan a funcionar y que puedan hacerlo en el futuro mejor a cómo lo estaban haciendo, de forma más eficiente, para que la recuperación y el crecimiento sea posible.


Para ello, es fundamental plantear las reformas necesarias en el sistema financiero. Es necesario evitar que se vuelvan a producir abusos como los que hemos visto, pero ante todo se trata de dotar de mayor seguridad al sistema. La libertad es positiva, pero siempre puede ejercerse con efectos perniciosos para los derechos de los demás y, en el tráfico económico, además, con perjuicio para la seguridad en el tráfico. Mejorar esa seguridad y proteger los derechos de los inversores con eficacia favorecerá el buen desarrollo del mercado financiero mundial. Esto exigirá una profunda revisión del sistema de agencias de rating, de las propias auditoras y del funcionamiento de muchos bancos de inversión, entre otros, pero también es preciso aprender de los efectos perversos que ha tenido la intervención de algunos reguladores en la creación y expansión de esta burbuja incontrolada.


Por otro lado, la reactivación económica requiere medidas medidas estructurales. La obra pública no es la solución. Quien debe crear puestos de trabajo es el sector privado, pero esto no ocurrirá hasta que no se incentive de nuevo la actividad económica. Para ello, es necesario reducir la administración, las trabas procedimentales, hacer una reforma laboral importante, bajar los impuestos, favorecer la inversión en los sectores más competitivos y hacer reestructuraciones importantes de los sectores menos competitivos, dándoles un nuevo enfoque. Por contra, el fomento del sector público puede maquillar a corto plazo las estadísticas, pero tendrá un efecto perverso en el largo plazo. Toda esa intervención exige, desde ya, una captación de recursos de los que se priva al sector privado y que, además, se emplean de forma más improductiva (sí, la administración es más ineficiente). Toda esa actividad monstruosa de la administración va a exigir, como mínimo, mantener o subir los impuestos y, además, va arrebatar a las empresas la captación del ahorro privado que, con la emisión de deuda pública, se va a ir para el Estado. Conclusión, con tanto intervencionismo, al sector privado le va a resultar aún más difícil captar financiación, gran paradoja considerando que se quería conseguir precisamente lo contrario.


Sin embargo, afrontar todas las reformas estructurales de las que he hablado no es fácil y crearán numerosos conflictos sociales que desgastarán al ya maltrecho gobierno, que ha elegido la vía fácil del mantenimiento del status quo (no a las reformas) junto con la peligrosa expansión del sector público. La inestabilidad a la que llevará esta política forzará al final la adopción de todas esas medidas, sólo que se harán tarde y por las malas. El tiempo que podríamos ahorrarnos sería maravilloso. Tal vez vaya desgranando las líneas básicas de cada una de las reformas imprescindibles.

viernes, 17 de abril de 2009

Reflexiones sobre la Revolución en Francia - Edmund Burke

Alianza Editorial – Filosofía

356 páginas.


Reflexiones sobre la Revolución en Francia es un alegato bien construido contra los acontecimientos que tienen lugar en Francia en los primeros momentos de la Revolución (el libro se terminó en 1790). En él, su autor, un conservador diputado de la Cámara de los Comunes, de procedencia irlandesa, trata de desvincular los acontecimientos de Francia con la Revolución Gloriosa y pone de relieve las fundamentales contradicciones de la Revolución emprendida.


Burke se preocupa especialmente al comienzo de la obra de deacreditar las posturas de algunos ingleses que, desde asociaciones como la de los Amigos de la Revolución, son partidarios de los acontecimientos que tienen lugar en Francia en ese momento como lo son de la propia Revolución Inglesa. Trata de desmentir que los principios de la constitución inglesa se fundamenten sobre el derecho a elegir a los gobernantes, a destituirlos por su mala conducta y a establecer un gobierno por sí mismos. Para ello revisa los sucesos de la Revolución Gloriosa y algunos documentos de donde infiere la inexistencia o atenuación de dichos principios como fundamentales en el gobierno de Inglaterra.


No obstante, lo más interesante del libro se encuentra en la crítica que realiza de la Revolución, aún cuando no se había destronado a Luis XVI y ésta se encontraba en su etapa más moderada. Burke pone de relieve algunas contradicciones. La más importante alude a la supuesta defensa de los derechos del hombre mientras se cuentan acontedimientos como los del secuestro de los monarcas en Versalles para llevarlos a París presos mientras exhibían las cabezas de algunos de los miembros de palacio clavadas en picas. Sin duda, es uno de los episodios más espeluznantes.


Por otro lado, es muy crítico también con la postura que está adoptando la Revolución respecto de la Iglesia y el clero. Especialmente, se trata de la expropiación de los bienes de la Iglesia para la emisión de papel moneda y la constitución civil del clero. Burke entiende que la religión tiene que ser uno de los elementos esenciales en la constitución de un Estado y considera una insensatez el menosprecio que está sufriendo la religión en Francia. De paso, aprovecha para arremeter contra los filósofos ilustrados y contra las nuevas ideas según las cuales, él infiere, no se respeta ya ningún orden, causa de la degeneración en anarquía que está trayendo la Revolución con el consiguiente recurso al ejército por parte de la Asamblea como si de un monarca arbitrario se tratara. Es otra de las contradicciones que pone de relieve y que, advierte de forma premonitoria, es un recurso que se acabará volviendo contra ella.


Del mismo modo, es especialmente duro con la Constitución de 1789 de la que critica la división de Francia en pequeñas Repúblicas y con el régimen fiscal del nuevo orden. La Asamblea se había visto con multitud de problemas a la hora de cobrar los tributos y, habiéndo probado con contribuciones voluntarias que habían fracasado estrepitosamente, había tenido que recurrir a la emisión de papel moneda con cargo a los bienes de la Iglesia previamente expropiados. Burke sostiene que esa no es una solución y que la Revolución está empobreciendo a Francia y haciendo insostenible el mantenimiento del Estado.


Lo cierto es que en su momento las críticas de Edmund Burke tienen mucho sentido. En su carta realiza un alegato de la tradición y el prejuicio, errores a mi modo de ver, que se acompañan con apreciaciones muy sensatas sobre algunos hechos concretos de la Revolución. No obstante, con la perspectiva histórica que nos da el trascurso de 220 años, creo que podemos afirmar pese a todas sus contradicciones, inevitables en un proyecto de cambio tan radical y consustanciales a la imperfección del género humano, que la experiencia de la Revolución fue positiva. No se trata de justificar los excesos o defender las contradicciones sino de ver las consecuencias históricas a muy largo plazo.


La Revolución sentó un gran precedente que demostró que otro sistema distinto del Antiguo Régimen era viable y, además, supuso el ensayo de muchos avances sociales y económicos que se intentaron después con éxito. La posibilidad de una República con un gobierno representativo, laica (todavía en el primer estadio) y sin privilegios estamentales se había demostrado en el trascurso de esos años. La nobleza, esa aristocracia hereditaria tan nociva para la sociedad, tan contraria al principio de igualdad de todos los ciudadanos y al propio mérito y esfuerzo individual, sería barrida para la posteridad de los países occidentales (al menos sus privilegios). La libertad y el autogobierno de los ciudadanos se estatuyó como uno de los principios políticos básicos. La soberanía nacional sería desde entonces una constante en las constituciones y el sufragio (más o menos representativo), uno de los logros y de los objetivos de los siglos venideros. La Iglesia, un monstruoso centro de poder, privilegios y opresión, fue puesta en su sitio, subordinada al Estado laico y apartada de su poder político y de sus arcaicas prerrogativas.


La Revolución buscó cambios profundísimos, fue un verdadero seísmo político que removió todos los cimientos de la vida pública y sin el cual no comprenderíamos buena parte de lo que hoy son las democracias occidentales. Todos los logros del Estado de Derecho, la laicidad, los derechos humanos y el gobierno representativo se los debemos a ella. La libertad y la igualdad serían desde entonces los grandes luceros directores de la política. Y, aunque el camino ha sido y es largo, la senda quedó marcada. Todos somos hijos de la Revolución y de la República.

martes, 14 de abril de 2009

El día de la República. La necesidad de un nuevo Pacto de San Sebastián


Hoy se conmemora el 78º Aniversario de la Proclamación de la Segunda República Española. Como todo 14 de abril, es un día propicio para reivindicar de nuevo la República y los valores republicanos; la libertad y la igualdad de todos sus ciudadanos; sus valores democráticos y su ética cívica. La monarquía es una institución arcaica, un anacronismo del Antiguo Régimen que pervive por cuestiones de oportunidad, pero que no deja de ser una excepción en palabras del propio John Stuart Mill. No obstante, la situación actual dista mucho de la que se vivía en España ese 14 de abril de 1931. Con orgullo podemos decir que la República no es una de las prioridades políticas inmediatas de nuestro país, que goza de una salud democrática mejorable aunque única y ejemplar en toda nuestra historia. Por ello, si la proclamación de la Segunda República, aún siendo urgente y necesaria, había sido precedida de un gran pacto político, el Pacto de San Sebastián, entre todas las fuerzas democráticas, con más motivo ahora es preciso ese gran pacto, para que todo el país pueda salir a la calle a festejar el advenimiento de la Tercera República.


De momento, estamos en la primera fase y la más larga. Necesitamos promover el debate, no ya persuadir de la conveniencia de una República sino suscitar la cuestión misma. La opinión pública debe reflexionar sobre esta cuestión, pero, además, necesitamos que algunas fuerzas políticas de extrema izquierda y anti-capitalistas dejen de monopolizar la reivindicación republicana. La República es y debe ser, ante todo, un régimen democrático y, como ellos dicen, burgués, donde quepan todas las fuerzas políticas democráticas, de ciudadanos libres e iguales, ante la ley y en oportunidades, no un régimen socialista opresor que tenga su maestro en Cuba, Venezuela, Bolivia, China o Corea del Norte, como quieren algunos. Debe ser una República moderna que se mire en sus hermanas de la Europa occidental. Para ello, la inmensa mayoría de los ciudadanos, que discrepan profundamente de los postulados de una República popular de carácter socialista, deben abandonar la indiferencia, plantearse la cuestión y lograr identificarse con el ideal de ciudadanía republicana. En el camino estamos. Salud y República.


Pregunta: ¿Qué modelo de República implantarías en España?

jueves, 9 de abril de 2009

TRATADO DE LA TOLERANCIA

Voltaire

Biblioteca de bolsillo. Crítica.

171 páginas.


François Marie Arouet fue tan incansable defensor de la tolerancia como denunciante público del fanatismo religioso, tan presente en la Europa y en la Francia de su época. Sus dos principales obras contra el fanatismo fueron el Tratado de la Tolerancia y Mahoma o el fanatismo (una tragedia que no he tenido forma de conseguir). No obstante, todos los que hayan leído Cartas Inglesas recordarán lo que trata de la religión en Inglaterra y el propio Diccionario Filosófico está lleno de alusiones a este tema. Sin olvidar las referencias a la inquisición y a los jesuítas en Cándido o el optimismo.


La cuestión religiosa está muy presente en el siglo XVIII y Voltaire se afana mucho en tratarla ya que uno de los males del Antiguo Régimen era la intransigencia religiosa. A lo largo de todo el Tratado de la Tolerancia, el lector puede entrever un principio unívoco: la tolerancia debe prevalecer sobre las estériles, pero tan peligrosas disputas teológicas. La obra comienza con la espeluznante historia de una familia protestante de Toulouse, la familia de los Calas, víctima de sus fanáticos vecinos encendidos contra la herejía luterana en aquella localidad. Esta es la mayor peculiaridad de la obra: su denuncia de un caso concreto (al más puro estilo periodístico contemporáneo). El resto del libro será un profundo y crítico análisis de la historia de la intolerancia en el cristianismo y de los ejemplos de tolerancia en otros pueblos como el griego, el romano, el judío, el chino o el propio sultanato árabe (a veces sus razonamientos parecen asombrosos, pero son, sin duda, persuasivos).


El lector se sobrecogerá al tener conocimiento de esta forma de los horrores que han provocado nimias disputas sobre cuestiones ininteligibles a los hombres. En todo este recorrido, se aprecia otro de los principios informadores de la obra. La tolerancia tiene un límite: exactamente el que marcan quienes con su intolerancia pretenden imponer sus creencias a los demás. Este es, según Voltaire, el ejemplo de la represión puntual del cristianismo en Roma (sobredimesionada por la hagiografía de los mártires) o la postura que adopta China. Los casos que trata Voltaire no sólo aluden a la intolerancia católica también atacan las descabelladas prácticas de otras sectas cristianas (por ejemplo, una que degollaba a los niños después de bautizarlos pensando que así les hacían un doble favor: salvarles de las penurias de este mundo y darles el pasaporte directo al paraíso).


Europa ha sido anegada por ríos de sangre derramada en pos de dogmas que ni sus más furibundos defensores eran capaces de entender. La carta escrita al jesuíta Le Tellier es el mejor ejemplo de la locura y la sinrazón religiosa aún muy extendida en aquella época. Su lectura y la de la obra en general provocan sentimientos encontrados en el lector. Por un lado, las denuncias que realiza el autor de casos reales, las referencias históricas a matanzas religiosas y a prácticas aboninables como la mencionada genera estupefacción y rabia. Por otro lado, el encencido alegato final es el colofón definitivo de una obra con la que el lector acaba plenamente persuadido de la necesidad de superar la superstición y el fanatismo.


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