domingo, 17 de enero de 2010

Las críticas rousseaunianas de la sociedad y la cultura


Es de Atenas de donde han salido esas obras sorprendentes que servirán de modelos en todas las edades corrompidas.
Jean-Jacques Rousseau: Sobre las Ciencias y las Artes

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Hace un par de meses tuve el placer de leer dos breves discursos cuyo autor es el filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau. El primero, “Sobre las Ciencias y las Artes”, le valió el premio de la academia de Dijon al tiempo que le hizo conocido. A raíz de ahí Rousseau entraría en disputa con algunos filósofos de la Ilustración. El segundo: “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” abundó en la misma cuestión, que esencialmente viene a ser si la civilización ha mejorado a la especie humana o si la ha empeorado y, finalmente, si el hombre social es o no mejor que el hombre individual, cuestión nada baladí como veremos.

Rousseau fue un precursor en muchos ámbitos: se adelantó al romanticismo y nos acercó a la introspección como nunca antes se había hecho; puso las bases para la construcción del positivismo jurídico, para las tesis contractualistas del derecho y de la justicia, y, finalmente, comenzó él solo la tarea que más nos civiliza: poner en cuestión la propia civilización misma, sus propios logros y, con ella, los del arte y la cultura. He de reconocer que con este ensayo me he revuelto más violentamente que con otros con los que haya discrepado, pero también es verdad que la talla intelectual de Rousseau lo sitúa a uno en posición de escuchar atentamente, no sin estupefacción, lo que aún hoy tiene que decirnos sobre esto.

En el primer discurso que he mencionado nos propone el autor que la decadencia del género humano ha venido precisamente en las épocas de mayor esplendor de la civilización. Habla de Egipto, de Grecia y de Roma. Sus palabras son duras: “¿Qué funesto esplendor ha sucedido a la sencillez romana? ¿Qué es ese lenguaje extranjero? ¿Qué son esas costumbres afeminadas? ¿Qué significan esas estatuas, esos cuadros, esos edificios? Insensatos, ¿qué habéis hecho?” Más tarde dirá: “Los romanos confesaron que la virtud militar se había ido extinguiendo entre ellos a medida que comenzaron a ser entendidos en cuadros, en grabados, en vasos de orfebrería, y a cultivar las bellas artes.” Pero, ¿dónde radica esta postura tan contraria a las ciencias, a las artes y a la cultura? La respuesta a esta pregunta se contesta mejor desde su segundo discurso aunque eso no obsta que se perciban los primeros matices importantes en el primero. Para Rousseau, todos estos frutos de la civilización son el resultado de los vicios del hombre social: “La astronomía ha nacido de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la adulación, de la mentira; la geometría, de la avaricia; la física, de una vana curiosidad; todas, la moral incluso, del orgullo humano. Ciencias y artes deben, pues, su nacimiento a nuestros vicios.” Aunque ahí no lo menciona, son esos vicios originariamente sociales como se percibe al comienzo de la obra cuando arremete, empieza fuerte, contra las costumbres: “Reina en nuestras costumbres una vil y falaz uniformidad, y todos los espíritus parecen haber sido arrojados a un mismo molde; sin cesar la cortesía exige, la conveniencia ordena; sin cesar se siguen los usos, nunca el genio propio. Nadie se atreve ya a parecer lo que es; y en esta coacción perpetua, los hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las mismas cosas si motivos más poderosos no los apartan de ello.” Finalmente, la obra es un alegato a favor de la ignorancia, la inocencia y la pobreza frente al lujo, la cultura y la falsa filosofía que, entiende el autor, son los males que produce la sociedad.

Años más tarde publicaría el segundo discurso. Es en él en el que nos presenta al buen salvaje: al hombre inocente que busca su conservación y es piadoso, pero que por un funesto azar acaba formando pequeñas sociedades. Son estos primeros seres humanos, según él, los que “Se acostumbran a considerar diferentes objetos y a hacer comparaciones; adquieren insensiblemente ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia”. Y, lo que es peor, “aquel que cantaba o danzaba el mejor; el más bello, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente se convirtió en el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad, y hacia el vicio al mismo tiempo: de estas primeras preferencias nacieron, por un lado, la vanidad y el desprecio, por otro, la vergüenza y la envidia; y la fermentación causada por estas nuevas levaduras produjo finalmente compuestos funestos para la dicha y la inocencia”. Más adelante arremeterá contra la propiedad y, finalmente, acabará afirmando: “la ambición devoradora, el ansia de elevar su fortuna relativa, menos por necesidad auténtica que por ponerse por encima de los demás, inspiran a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente, una envidia secreta, tanto más peligrosa cuanto que para hacer su jugada con mayor seguridad adopta a menudo la máscara de la benevolencia; en una palabra, competencia y rivalidad por un lado, por otro oposición de intereses y siempre el oculto deseo de lograr un beneficio a costa del otro, todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el cortejo inseparable de la desigualdad naciente.”

Todos estas citas que he destacado y la obra en general denota el profundo sentido antisocial de este filósofo que, por sí mismo, estuvo condenado a una vida errante llena de disputas y enemistades. No sólo mantuvo una rivalidad intelectual con otros coetáneos ilustrados como Voltaire, incluso Diderot, del que había sido amigo, sino que terminó desairando a Hume que, después de acogerlo en su casa y conseguirle una pensión del gobierno británico, vio como Rousseau se enemistaba con él y rechazaba la pensión. Y, sin embargo, por más que se moleste en demostrar la piedad inherente al buen salvaje, abandonó en un hospicio a todos sus hijos.

Pero, pasando por alto todos los avatares de la vida del autor, me gustaría destacar algunos elementos interesantes. Primero, que presupone, aunque admitió que pudo no haber existido nunca, que el ser humano en algún momento pudo haber sido un ser individual y no social. Otros filósofos, el primero fue Thomas Hobbes, ya había partido de esa premisa para estudiar cómo se pueden haber formado las sociedades y cuáles deben ser sus fundamentos políticos. Se trata, no obstante, de presupuestos teóricos de laboratorio para determinar qué elementos han podido llevar al asociacionismo político. Rousseau, que sigue este modelo en “El contrato social”, se aparta empero de él en su segundo discurso. Ahora parece querer conocer realmente al verdadero hombre pre-social para determinar cómo la sociedad ha corrompido con sus costumbres la bondad natural del hombre. Y, sin embargo, aún admitiendo la posibilidad de que esto hubiera sido así, esto es, que hubiera habido una época de seres humanos salvajes y solitarios, cosa que ahora sabemos por la ciencia que fue imposible*, el autor deja sin resolver aún determinadas cuestiones esenciales. Por ejemplo, ¿cómo puede afirmar que los vicios que se pusieron de manifiesto en sociedad no estaban ya de un modo subyacente en el ser humano solitario? Rousseau parece confundir la aparición del síntoma con la existencia de la enfermedad cuando el hecho de que la causa de la corrupción moral del hombre no se haya manifestado en un estado pre-social no indica necesariamente que no existiera sino, tan sólo, que no se habían dado las condiciones para que el individuo tomara libremente la equivocada decisión de corromperse.

Parece, no obstante, que el autor prejuzga al ser humano y entiende que, necesariamente, sólo puede corromperse en sociedad. Es más, predetermina al hombre social a la condenación y éste es el principal error, a mi modo de ver, de Rousseau porque esa predeterminación niega de antemano toda libertad humana y esto es sumamente peligroso. Es cierto que en la sociedad hay personas que se corrompen, pero también hay personas que toman buenas decisiones y que saben encontrar la virtud y la bondad. Por otro lado, el ser humano no es de por sí bueno o malo. Podría decirse que en cada elección adopta decisiones éticamente buenas o reprobables que acaban configurando un perfil grisáceo más claro u oscuro porque, de lo contrario, estaríamos admitiendo la posibilidad de la perfección humana y esto es la negación de la naturaleza humana misma.

Finalmente, ignora escandalosamente las mejoras que la cooperación de los seres humanos entre sí han hecho posibles y, en esto, la competencia y la rivalidad que él tanto denuesta ha jugado un papel fundamental para bien. Es cierto que en su siglo aún no se había experimentado una revolución científica o tecnológica como la vivida en los últimos doscientos años, pero no debemos olvidar que, si bien no es oro todo lo que reluce, las sociedades son capaces de generar multitud de beneficios a los individuos así como multitud de males. Rousseau sólo parece fijarse en esto último, pero olvida que el camino no es el boicot de uno contra todos, que seguro que es destructivo para el propio individuo y la sociedad (la propia vida del autor lo demuestra), sino la mutua cooperación y la construcción de una sociedad mejor en la que, no nos olvidemos, los individuos sean los responsables de sus propios actos. Sólo en este caso ganarán ambos: el individuo y la sociedad. Lo contrario es lo que provoca la verdadera degeneración de la especie.

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Somos una especie social. Dentro de los primates también hallamos especies sociales como los macacos o los bonobos. Para ilustrar sobre esta cuestión al lector, le recomiendo que vea el programa de “Redes” emitido el 23 de noviembre de 2009 y que está disponible en la página web oficial del programa. En este blog publiqué una breve referencia sobre ese mismo programa el 1 de diciembre del pasado año.

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