Si hay algo evidente es que, a pesar de que aproximadamente el 70 % de nuestra comunicación es lenguaje no verbal, compartir un idioma ayuda mucho, especialmente, si se trata de compartir una cultura política, una campaña electoral, un escenario político. Por eso, la cuestión del idioma se ha planteado en la Unión Europea desde sus inicios y seguirá siendo, queramos o no, un tema controvertido.
Hasta ahora el modelo europeo se ha basado en la oficialidad de todos los idiomas de los Estados miembros excepto el Gaelico por expresa voluntad de Irlanda. Por otro lado, la UE tampoco ha pasado por alto la existencia de idiomas regionales. No cabe duda de que el plurilingüísmo es una realidad en toda la Unión. No sólo España cuenta con diversos idiomas y comunidades amplias de hablantes bilingües. No obstante, algún día llegará, si es que no ha llegado ya, el momento de plantear la necesidad de que la Unión cuente con un idioma político común que le dé cohesión y que permita el desarrollo de una integración federal con visos de éxito. Porque ¿quién se imagina unas presidenciales europeas en las que casi nadie de los 450 millones de ciudadanos europeos entiende a los candidatos ni los debates de televisión? Es más ¿quién concibe un debate televisado con intérpretes? Es impensable un escenario así. Por otro lado, en el contexto internacional en el que vivimos, contar con un idioma común no sólo sería una ventaja para la integración política y, en un sentido más amplio, económica y cultural; sino que supondría, además, todo un avance para los ciudadanos que contarían con esa lengua común como segunda o tercera lengua, después de las lenguas maternas. Es evidente que ese idioma común no puede ser otro más que el inglés.
Pero ¿como se puede avanzar hacia esa integración? y, lo más importante, ¿queremos esa integración? Es obvio que los países de la UE cuentan con múltiples mecanismos para lograr que, al fin, sus ciudadanos consigan hablar, al menos, el inglés como primera lengua extranjera. La primera herramienta fundamental es la educación. La integración europea del sistema de educación obligatoria es una exigencia sustancial para la integración en sí misma. No se trata ya de una cuestión meramente lingüística sino de una integración en contenidos. La homogeneización de contenidos básicos a nivel europeo debería ser la tendencia natural si queremos hacer de la movilidad social y geográfica una realidad. Las famosas libertades comunitarias seguirán siendo papel mojado hasta que no se logre un currículo escolar mínimo para toda la UE. El sinsentido está, por otro lado, en la tendencia inversa al localismo experimentado en este país en los últimos 20 años: tendencia que sólo busca aislar y hacer vulnerable al ciudadano europeo que se ve demasiado frágil y poco preparado para salir de su nacionalidad/región. La enseñanza de ese currículo mínimo deberá realizarse en su totalidad en inglés en todos los niveles de la educación obligatoria e indistintamente de la titularidad pública o privada del centro escolar. La Comunidad de Madrid está desarrollando con relativo éxito un complejo programa de colegios públicos bilingües que puede ser un ejemplo a seguir, aunque este proceso de adaptación nunca es fácil ya que supone un gran esfuerzo no tanto para los alumnos sino para los profesores, que deben aprender bien el idioma o incluso enfrentarse a la situación de verse reemplazados por profesores nativos.
Otras herramientas indispensables para esta integración lingüística son los medios de comunicación. La UE debería plantearse la posibilidad de dar concesiones a canales privados de televisión para que emitan en toda la UE y en inglés. Sin duda, los países miembros pueden ayudar donando generosamente a la UE varios canales públicos a tal efecto. Otra posibilidad nada desdeñable viene por la subvención de las entradas al cine para ver películas en inglés. Aunque todas estas medidas no servirían de nada si al menos la mitad de la escolarización obligatoria no se desarrolla en ese idioma y este es el principal sentido en el que hay que trabajar.
Pero ¿a qué problemas se enfrenta esta integración? En primer lugar, a la concepción romántica-nacionalista de los países miembros de habla no inglesa, cuyos ciudadanos y sus políticos pueden considerar una medida de este tipo como una “americanización” de Europa o, simplemente, como un ataque a la identidad cultural y lingüística de cada país. En el fondo, nada más lejos de la realidad, lo que subyace es el miedo a la propia ignorancia, al cambio y a la posibilidad de que una Unión Federal acabe con los privilegios de la oligarquía política y económica local (básicamente lo que pasa con las CCAA). Sin embargo, la posibilidad de contar con ese idioma común, lejos de ser una amenaza, es un añadido a nuestra propia identidad nacional y una oportunidad para residir en cualquier país de la UE sin sentir excesiva presión por aprender el idioma local. Es evidente que una transformación de esta magnitud puede tardar décadas en desembocar en una integración federal que haga de la UE un país cohesionado, pero dependerá de los ciudadanos europeos y, especialmente de esas oligarquías reticentes, que esa integración sea posible. Lo que es evidente es que toda la riqueza y el bienestar del que gozamos ahora en Europa puede ser un recuerdo dentro de cincuenta años. El eurocentrismo se acabó hace ya bastante, pero es que occidente está viviendo también su crisis sistémica particular. Si no avanzamos en la integración, es seguro que acabaremos a la cola de los países emergentes. Sólo es menester que la diversidad no destruya la prosperidad sin que la unidad acabe con la pluralidad.
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