Recientemente ha surgido la polémica sobre el papel de lo religioso en el ámbito público a colación de la sentencia que ordenaba la retirada de un crucifijo en un colegio público de Castilla y León. Ante esta resolución judicial, algunos colectivos católicos y la propia Iglesia (yo no) se han sentido ofendidos. Lo han considerado una agresión y, en palabras de algún obispo español, un síntoma de cristofobia en una sociedad enferma. Así que me propongo escribir este artículo primero como ciudadano y, después, como creyente, pero separando planos distintos a los que les corresponde debates diferenciados.
Primero, como ciudadano, afirmo que la identificación entre lo público y lo religioso es un error que conduce a la exclusión del resto de la población que no es creyente de esa religión. El máximo respeto a la libertad religiosa exige, en primer lugar, la salvaguarda del Estado del ejercicio de ese derecho humano fundamental, pero no debemos olvidar que eso sólo puede ser así si el Estado permanece neutral, sin religión, al margen del ámbito religioso porque, de lo contrario, ¿cómo es posible que un budista sienta que su ejercicio de la libertad religiosa está protegido por un Estado que usa un símbolo religioso distinto? Parece evidente pues que quien se puede sentir desprotegido (tampoco necesariamente ofendido) es el no creyente católico que, al ver el crucifijo en la escuela pública, pensará que su derecho a la libertad religiosa no está o puede no estar suficientemente salvaguardado. La neutralidad del Estado en ese sentido es una obligación democrática porque todos los ciudadanos somos iguales sin distinción, en este caso, de religión. Y del mismo modo que el Estado por sí no tiene ni sexo ni ideología tampoco puede tener creencia.
Pero, más aún, como ciudadano, creo que no sólo el Estado sino también el ámbito de lo público, la res publica (cosa pública) y, por extensión, su debate, debe permanecer también neutral. La pretensión de hacer política desde la religión es legítima, está amparada en los derechos humanos, pero no es ética. El debate político debe ser un debate ideológico al margen de la religión. Pretender convertir aspectos de la moral religiosa en derecho positivo es una perversión democrática según la cual se quiere imponer el ejercicio de una religión a todos los ciudadanos sin considerar que se está vulnerando su derecho a la libertad religiosa. Es una exigencia democrática, por tanto, que el ciudadano se posicione políticamente en el debate al margen de sus creencias particulares. Esto no quiere decir que en el ámbito público no deba haber valores o principios supremos: los hay. Precisamente porque los hay éstos entran en conflicto con los creyentes que quieren imponer los valores supremos de su religión.
A mi juicio, los valores supremos de nuestras democracias deben basarse en el nuevo régimen que establecieron nuestros padres, los revolucionarios destructores del Antiguo Régimen, a saber, libertad, igualdad y ley. El debate político debe moverse en ese ámbito, el respeto a los derechos humanos, informados por esa libertad y esa igualdad, dentro de la ley, limitadora no sólo de las conductas lesivas de los individuos sino también de la acción represiva del Estado. Ésta es la referencia, no ninguna religión.
¿Por qué digo esto? El papel que ha jugado la religión históricamente en occidente ha sido muy negativo en su vertiente pública. Así como es verdad que ha contribuido a formar excelentes personas dignas de admiración, también ha sido un terrible instrumento de poder. La Edad Media es conocida también como Edad Oscura porque es un periodo tenebroso en la historia de la humanidad. Es un periodo dominado por la superstición, el oscurantismo, la intolerancia. En nombre de Cristo y de espaldas a él se han hecho las barbaridades más atroces. Las guerras de religión sólo en Europa (entre cristianos) se han cobrado innumerables vidas, al tiempo que en los propios países multitud de individuos, entonces súbditos, han padecido las consecuencias de su represión. No voy a hablar sólo de las quemas de brujas y herejes (personas librepensadoras); de la expulsión de judíos y moriscos, de la exhortación a convertirse al cristianismo... Personas a las que debemos los grandes avances del ser humano también han padecido. Servet murió en la hoguera, entre otras cosas, por adelantar que la sangre circulaba por el cuerpo. Galileo se vio abocado a rectificar (es el absurdo de que los sacerdotes quieran ser físicos o astrónomos). Voltaire, Rousseau, Diderot fueron grandes figuras del pensamiento europeo fuertemente combatidos y vilipendiados por la ortodoxia política y religiosa de su tiempo. Pero, ¿qué decir del propio Darwin? Los fanáticos no descansan y ahora exponen su descabellada teoría del diseño inteligente (el mito de la creación con adornos)...
Cabe resaltar también que la Iglesia siempre ha sido un freno para el progreso del hombre. En su momento, apoyaron la monarquía absoluta frente a los revolucionarios. Preferían el Antiguo Régimen (y algunos otros regímenes totalitarios siempre que tuviesen control social). Y, conforme la libertad se ha ido expandiendo en las sociedades Europeas, se han sentido más fuera de lugar, más incómodos. Ahora que la libertad es más real que nunca, Rouco Varela afirma que la sociedad está enferma. Dígame una cosa ¿Por qué está enferma la sociedad? ¿Tal vez porque no todos entienden que deben vivir como usted piensa? ¿Por qué tiene la osadía de descalificarme a mí, de insultarme, llamándome enfermo (en el sentido moral)? No juzgarás y no serás juzgado. Céntrese en ver la viga en el ojo propio. ¿Dónde está la enfermedad? ¿Acaso no pueden dos personas rehacer sus vidas tras el fracaso de un matrimonio o tienen que permanecer unidos obligatoriamente a una experiencia de convivencia que ha resultado ser un fracaso? ¿Por qué hacen renunciar a sus creyentes a su libertad obligándoles a contraer matrimonio para toda la vida? ¿Por qué se oponen radicalmente al ejercicio de la libertad religiosa no dejando a los creyentes apostatar?
Es esta Iglesia católica la que tiene una visión enfermiza de la sociedad, no la sociedad la que está enferma. Donde ven libertad quieren ver vicio, depravación, horror, destrucción y apocalipsis. El normal discurrir de las cosas, esto es, que cada ser humano tenga sus propias percepciones, sus creencias, su forma de pensar, lo consideran peligroso. Precisamente porque esta sociedad nuestra es el mejor ejemplo de convivencia que se puede recordar, ellos no están cómodos. Esa forma de convivencia va contra la imposición totalizadora de su fanatismo. Prefieren un matrimonio roto, pero unido, una familia destrozada que permanece junta guardando las apariencias y lavando la suciedad en casa a dos familias monoparentales. Son visiones antagónicas. Yo creo que la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable del ser humano (ver Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América). Desde su perspectiva, lo importante es la subordinación a un Dios cuyos dictados tienen el monopolio de interpretar, no la rectitud moral. Al final se trata de lo de siempre: poder, imposición, intransigencia.
Por eso me duele especialmente, porque, en mi condición de creyente, yo intento llevar mi vida conforme a mi fe con respeto a los demás, sin ánimo ni pretensión de imponer. Porque mi visión es abierta, crítica, racional. Porque más allá de la religión y su moral, está la filosofía y la ética. Porque creo que siempre hay que dejar sitio para el pensamiento libre. Porque la religión es un asunto íntimo y personal, porque el fanatismo religioso (incluso el proselitismo) pervierte la espiritualidad de todo ser humano. Querer utilizar la religión como un instrumento de poder constituye la prostitución de la fe, su traición. De modo que sólo pido respeto de los que se supone que son mis líderes religiosos y respeto, como ciudadano, a vivir mi fe en privado y a respetar. Confundir la espiritualidad de un pueblo con su nivel de exhibicionismo religioso es un error gravísimo.