Los orígenes del socialismo pueden estar ciertamente difuminados, pero tienen un sello inconfundible. Nació como una reacción al “exceso de libertad”; como un muro de contención de la creatividad y la espontaneidad del ser humano; como un ideal de seguridad, de certidumbre y, finalmente, de planificación. Su motor de avance fue la conocida como “justicia” social. El más conocido y divulgado pensador del socialismo, Karl Marx, y su colega, Friedrich Engels, llegaron todo lo lejos que pudieron en ese recelo hacia el “dejar hacer”. Fabricaron un nuevo ideal de colectivo más sofisticado que los anteriores. Ahora, la unión excluyente no era un clan familiar ni siquiera una ciudad o una nación. Habían creado el concepto de clases. El elemento gregario pasaba a ser la relación con los medios de producción: los trabajadores conformaban la internacionalmente uniforme clase obrera, que debía vencer y dominar.
Esto supuso un hito en la historia del pensamiento y una de las claves de la acción política de los últimos ciento sesenta años. Actualmente, tras la caída del muro de Berlín y el triunfo de la social-democracia, sigue vigente esa “justicia social” y aún hoy se limitan las libertades económicas en nombre del beneficio de los menos favorecidos. Sin embargo, el socialismo tuvo que plegar velas y renunciar a su genuino afán totalitario. La democracia liberal se ha impuesto después de que los regímenes socialistas cayeran no sin un alto desprestigio por sus escandalosas vulneraciones de los derechos humanos. La justicia social, más aún, la lucha de clases, ya no justifica para la opinión pública una sublevación ni una dictadura. En ese contexto, la huérfana ideología socialista se ha visto obligada a reinventarse, a reposicionarse, a hacer nuevos planteamientos a los ciudadanos... He aquí que han encontrado la mina de oro de la restricción: el bienestar de los ciudadanos.
Los socialistas han conseguido usurpar la buena imagen de la tradición liberal de defensa de los derechos humanos y la libertades fundamentales. Aparecen ante los electores como los adalides de la libertad, hacen pequeñas ampliaciones con grandes adornos y felicitaciones mientras consiguen mermar lentamente el ámbito de autonomía del individuo, su propio espacio de decisión y responsabilidad. Por un lado, lo liberan de preocupaciones, lo acogen, lo protegen de las inclemencias, de las incertidumbres... Con su paraguas público le hacen creer inútil para proveerse por él mismo de los medios de sustento y seguridad. Por otro lado, lo juzgan inmaduro, irresponsable y libertino. Le obligan por su propio bienestar a realizar o no determinadas acciones al tiempo que permiten darle consejos. Pero ¡es por su propio bien! ¿Acaso alguien se va a oponer a su propio bienestar? ¿Quién quiere tener preocupaciones, inseguridades? ¿Va a oponerse alguien a su propia felicidad? El materialismo socialista ha matado a Dios y lo ha reemplazado con la igualmente paternalista figura del Estado. Pero hay una diferencia. Por primera vez, cada uno empezaba a creer en su propio Dios. Ahora y cada vez más, todos creen en el dios Estado... En ese ente paternalista superior que nos libra de nuestra responsabilidad, nos atiende cuando lo necesitamos y nos “da un cachete” cuando obramos en nuestro propio perjuicio.
La lucha de clases y la justicia social han sido vencidas y reemplazadas por el paternalismo de Estado, más aún, por la moralidad de Estado. Y, sin apenas percibirlo, habremos acabado siendo presos de nuestro propio sueño: del ideal de la certidumbre. Y, todo ello, con la conciencia de vivir con el poder, con la idea de nuestra propia soberanía porque, al fin y al cabo, todavía conservaremos nuestras libertades políticas: podremos elegir al que nos prohíba el café (¡Toma infusiones! -Gobierno de España).
2 comentarios:
Muy buena entrada Pepe, la verdad es que sí, somos esclavo de ese nuevo dios llamado estado (paternalista por supuesto).
A ver qué hacemos para romper el esquema estatista de pensamiento que predomina hoy día.
Un saludo.
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