Por alguna razón, la lucha por los derechos humanos aparece ante el común de la gente como una lucha histórica de la izquierda y, por ende, de la socialdemocracia, ya que parece que toda izquierda hunde sus raíces en el socialismo. Sin embargo, esto no es más que otra confusión seguramente propiciada por varios factores.
El primero, antes de la irrupción del socialismo, la izquierda era el liberalismo y eran éstos, efectivamente, los que abanderaban la lucha por los derechos humanos, aquellos que hoy se conocen como de primera generación y que son, a la postre, los más importantes: los derechos civiles y políticos. El segundo, el socialismo pensó hallar la panacea con los derechos humanos de segunda generación (los económicos y sociales), aunque aún no se llamaban así, el socialismo científico llegó a propugnar un cambio violento del sistema político y la dictadura para garantizar la igualdad material plena en una futura sociedad comunista sin Estado. Esta postura fue suavizada por la socialdemocracia, aquéllos que Lenin consideraba traidores. Los Kerenski de turno defendían la instrumentalización del Estado burgués para lograr los objetivos de mayor igualdad de la clase obrera. Ahora los derechos civiles y políticos sí estaban mejor vistos entre los socialistas, éstos de nuevo cuño, los socialdemócratas, que se conformaban con sacrificar la libertad económica para saciar su justicia social (F. A. Hayek demostraría en Camino de Servidumbre, 1944, la falacia de que pueda haber libertad sin libertad económica). Estos socialdemócratas se convirtieron a la larga en la cabeza visible de la lucha por los derechos civiles y políticos, ésos paridos por el liberalismo, en países con dictaduras como España. Por último, la actitud de muchos “liberales” actuales que parecen prescindir de los derechos humanos siempre que la jugada lo aconseje, por ejemplo, en el contexto internacional, ha jugado a favor del desprestigio del liberalismo. El resultado es que en el imaginario colectivo el liberal es ahora un ser deshumanizado que antepone sus intereses económicos a la defensa de los subyugados derechos humanos en países distantes o que, por contra, sólo defiende esos derechos humanos si se trata de atacar a una dictadura de corte socialista (¿qué dictadura no es, en su raíz, socialista?).
Sin embargo, recapitulemos. Algunos dirían que la lucha por los derechos humanos comienza con la “Bill of Rights” de Inglaterra de 1689 que no es más que una reafirmación de la soberanía del Parlamento sobre la monarquía. Es un buen comienzo, pero el nacimiento como tal de esa lucha deberíamos ubicarlo con mayor precisión en Estados Unidos de América porque fue allí donde las leyes de derechos con rango constitucional se fueron aprobando desde el inicio de la Guerra Revolucionaria en 1775. Estas constituciones fueron muy avanzadas y, después de ellas, vinieron las diez primeras enmiendas a la Constitución federal en 1791. El primer gran hito europeo vendría con la Revolución francesa en 1789. A partir de ahí se sientan las bases para reivindicar la garantía de las libertades fundamentales en otros países más atrasados como el nuestro: libertad religiosa; derecho de reunión y asociación; libertad de expresión; propiedad privada (que ahora no es un derecho fundamental). Con ellas, también se debían establecer cambios políticos y mecanismos de control apropiados: soberanía nacional, división de poderes, imperio de la ley (Estado de derecho), garantías procesales...
La gran aportación del liberalismo ha consistido, por tanto, no sólo en el alumbramiento de los derechos humanos sino en su irrenunciable acompañamiento por un sistema de gobierno representativo, con un Estado de derecho que proteja al ciudadano no sólo de las injerencias ilegítimas de sus vecinos sino de los abusos del poder establecido. El actual Estado democrático de derecho es, por tanto, puro producto del liberalismo. Y es que de nada sirve que se garanticen sobre el papel los derechos y las libertades fundamentales si el poder es lo suficientemente fuerte para vulnerarlos y salir airoso. Por ello, siempre se ha planteado y discutido la eterna cuestión de la concentración de poder: ¿cómo dividir el poder sin hacerlo ineficaz por un lado ni permitir su abuso impune por otro? Los sistemas propuestos han experimentado diversas variaciones con el tiempo y, como todo sistema humano, ninguno ha sido perfecto, pero para el liberalismo hay una evidencia, la máxima de la Declaración de 1789: “toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”. Y así es. ¿Cuántos países que vulneran sistemáticamente los derechos humanos tienen firmados varios tratados en materia de derechos humanos? Demasiados. La garantía de los derechos humanos exige mucho más que una mera declaración o un tratado internacional, exige todo un sistema político, la democracia, que es bastante más que el simple poder de la mayoría. Sólo el poder limitado de la mayoría para la preservación de los derechos de la minoría en una sociedad plural y respetuosa puede ser garantía suficiente de la libertad. Esta es la gran lección de “Sobre la Libertad”, de John Stuart Mill.
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