La prohibición de los toros en Catalunya nos ha llevado a la paradoja de que la tauromaquia se ha convertido en una lucha por la libertad, incluso en una bandera progresista, cuando es bien sabido que nunca ha tenido esas connotaciones. Más bien al contrario, ha sido un espectáculo ancestral, con sus toques de barbarie y su particular épica que no ha dejado de tener cierto sabor primitivo.
Sin embargo, esto es lo que sucede siempre que se prohíbe algo, especialmente si lo prohibido pertenece al ámbito privado de los ciudadanos y no interfiere en los derechos ni las libertades ajenas. Esta prohibición, lejos de acabar con la tauromaquia, la va a revitalizar en contra de los supuestos deseos de los “abolicionistas”. Yo siempre he pensado que era cuestión de tiempo y de sensibilidad que la tauromaquia acabara siendo algo residual. Pensaba que, considerando el contraste de esta España y la del pasado, era cosa de unas décadas, de un siglo o qué se yo. Sin embargo, el ansia prohibicionista les ha podido a algunos y, con él, vendrán los toreros envueltos en una nueva bandera, mucho más poderosa, la bandera de la libertad, para reivindicar, con todo el derecho del mundo, su forma de vida.
Es una pena que la mejor forma de convivencia que encuentre una parte de la sociedad sea prohibir a la otra disfrutar de un espectáculo de su gusto. Pero lo peor de todo esto es dónde parar el afán abolicionista. Porque se empieza por una expresión artística, estética y no sé sabe donde se acaba. En realidad, todo esto empezó hace ya mucho tiempo. El Parlament no ha hecho sino continuar, como decía Fernando Savater, con una tradición muy española. ¿Dónde queda el prohibido prohibir?
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