miércoles, 8 de diciembre de 2010

Wikileaks


El secreto diplomático y el secreto de Estado es un gran invento por el cual los gobiernos pueden hacer todo tipo de fechorías y artimañas que seguramente la opinión pública desaprobaría, pero que “las circunstancias” mandan. Digamos que es una suerte de coartada intelectual y jurídica para que la acción del Estado quede en una cómoda sombra, oculta a los inocentes ojos de unos ciudadanos que no están preparados para saber toda la verdad por lo aterradora que es. Y no faltará quien diga que el bien común y los intereses nacionales necesitan esa discreción y, por qué no, esa discrecionalidad: “¡qué el Estado haga lo que quiera!” Es la consigna. Entonces llega Wikileaks y filtra cientos de miles de documentos que muestran a plena luz del día los entresijos de la diplomacia norteamericana y, con ella, muchos asuntos domésticos de multitud de países, entre ellos, España.

Algunos, insisto, dirán que esto no se puede consentir y que las filtraciones son un problema para la seguridad y los intereses nacionales. Vendrán con argumentos pragmáticos justificando la opacidad en la actuación del Estado. Sin embargo, todas estas revelaciones son un servicio fundamental y el papel que juega Wikileaks en todo esto es clave. Tan clave como otras tantas filtraciones históricas que han destapado escándalos como el Watergate. Y es que el Estado, a diferencia de un particular, tiene que estar sometido al escrutinio público en su actuación, especialmente en aquellos asuntos que conciernan a la opinión pública por su interés político y, en algunos casos, incluso jurídico.

En este contexto, Wikileaks es uno de esos fenómenos entrañables de este periodo de la era digital que lamento que pronto veremos con nostalgia: esa época en la que Internet era lento, pero aún era libre. Y es que los distintos gobiernos occidentales ya se han puesto manos a la obra en algo que era más que previsible: silenciar a Wikileaks. Y todo ello por una sencilla razón, lo que Wikileaks ofrece es demasiado bueno para saberse. Si alguien pensaba que las democracias occidentales son paraísos de la libertad, se equivoca. Los Estados democráticos toleran las discrepancias políticas y culturales al uso, pero no están dispuestos a permitir que sus actuaciones sean tan transparentes. Después de todo, también la democracia tiene sus tabúes.

El País. 3 de diciembre 2010.

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