Difícilmente las obras artísticas son ajenas a un mensaje político y, como no, se prestan a múltiples interpretaciones. La última película de Tim Burton, su particular visión de Alicia en el País de las Maravillas, parece tener, al menos desde mi punto de vista, una clara interpretación política, más allá de los viejos reduccionismos de izquierda o derecha, de centro o descentro. Se trata de la teoría del poder que nos propone o, más bien, que formula esta película.
Tim Burton nos presenta un País de las Maravillas con un dualismo de poderes basado en la dominación de dos reinas que, además, son hermanas. La reina roja, por un lado, es la reina malvada que parece representar el azar, la vitalidad y la pasión. Por otro lado, la reina blanca, que se nos presenta como la buena, simboliza la razón, la lógica y, por supuesto, la ecuanimidad y el sentido de la justicia. La reina mala, como no, basa su poder en el terror de una bestia casi invencible que le permitió acceder al trono en detrimento de su propia hermana. Se nos presenta así una dualidad de poderes: uno bueno y otro malo. Pero ¿qué esconde este planteamiento? En el fondo, la confianza en la existencia de un poder intrínsecamente bueno. Lo que sucede al final de la película no es más que el simple cambio de una corona: del cabezón de la reina roja a la cabeza de la reina blanca, pero ¿de verdad podemos creernos a estas alturas que un cambio de gobierno, que cambiar a una reina por otra va a cambiar la naturaleza del poder?
Formular un dualismo en la naturaleza del poder es tanto como sentar las bases intelectuales para los mayores abusos y desmanes del poder mismo. No debemos pasar por alto la célebre cita de Lord Acton: “todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Es verdad que hay unos gobernantes mejores que otros, pero tampoco es menos cierto que la constitución de todo poder es por sí misma la constitución de la posibilidad del abuso de un ser humano sobre otro apoyado en la base de una legitimidad especial que, en las sociedades actuales, es el derecho emanado del sistema representativo y que, en la película, es la pura y simple benignidad de la reina blanca, es decir, la más pura arbitrariedad, el más puro despotismo, del gobernante sabio platónico.
No debemos, sin embargo, extrañarnos de que se nos presente este dualismo y de que nos intenten vender la idea de que puede existir un poder constituido que sea bueno, intrínsecamente bueno y que, por tanto, no exija limitación ni control. Es la misma historia que nos cuentan una y otra vez a lo largo de diversos medios y es el síntoma que pone de relieve el hegemónico deseo de dominación y de dominio del ser humano. Los que tienen vocación de sumisión porque necesitan que haya un poder que ellos consideren justo al cual tengan que obedecer y ante el cual deban responder. Los otros, aquellos con inclinación al ordeno y mando, porque necesitan legitimar su dominio sobre los demás y adornarlo con bellas guindas morales. La cruda realidad difiere bastante de todas esas idealizaciones: los habitantes del País de las Maravillas deberían habérselo pensado dos veces antes de aceptar de tan buen grado la sumisión a una nueva reina. La corona, esto es, el poder, la causa misma de la batalla, de la contienda y de todos los abusos cometidos no sólo no salió perdedora sino que vio reforzado su dominio. Y, con él, volverá de nuevo el despotismo al País de las Maravillas y el nuevo poder, ahora tan legítimo, se volverá igualmente opresivo y tiránico. Los otrora buenos, serán lo malos y el ser humano, engañado una y otra vez, no aprenderá nunca la lección y volverá a justificar lo injustificable con nuevos nombres, con nuevas fórmulas, con nuevas legitimidades... De la reina blanca a la reina roja, de la reina roja a la reina blanca por los siglos de los siglos. Amén.
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