viernes, 19 de marzo de 2010

El mito de la Pepa: la libertad religiosa


La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.

¿Qué español no se ha vanagloriado de la noble tradición constitucional que nos precede y que comienza en Cádiz con la aprobación de la célebre Pepa? Es cierto que todos hemos oído grandes elogios de esa constitución desde nuestros pupitres y que en la calle se la tiene en gran estima. También es verdad que algunos españoles tuvieron que soportar su humillante derogación por un rey que, como un cobarde, mandó perseguir y asesinar a todos los liberales después de haber traicionado a su padre y haberle lloriqueado a Napoleón mientras al sur de los pirineos los españoles morían por miles para lograr expulsar al invasor francés. Sin embargo, no viene mal de vez en cuando poner en su justa medida los cortos logros de nuestra nación en su lucha por la libertad.

Es cierto que la Constitución de 1812 supuso un avance. Para empezar era una constitución y había sido elaborada por unas cortes de nuevo cuño. Por otro lado, consagraba el esfuerzo de una resistencia heroica contra un invasor extranjero de una fuerza militar formidable y representó el primer amago de la nación por liberarse de ciertos yugos, no sólo el extranjero sino también algunos internos como la inquisición, el mayorazgo y el poder de la propia monarquía. Sin embargo, hay un aspecto que languidece especialmente en este primer texto constitucional español: la libertad religiosa. Ésta es literalmente prohibida, como podéis comprobar en la cita del principio, en su artículo 12. No contentos con ello, la prohíben para siempre jamás. Por si acaso. Este es otro defecto típico del constitucionalismo español: decirles a las generaciones futuras cómo deben regirse y solemos hacerlo con rígidos mecanismos de reforma constitucional que han llevado a una inestabilidad inusitada (aunque de esto hablaré en otro momento).

Sin embargo, aunque pueda parecer que ese artículo no desentona demasiado con la época, lo cierto es que llama clamorosamente la atención en el constitucionalismo comparado. Al otro lado del Atlántico, en américa del norte, la jovencísima república de los Estados Unidos de América ya contaba con la garantía de la libertad religiosa en las constituciones de los diferentes Estados desde 1776, es decir, treinta y seis años antes de nuestra insigne constitución. Pero, además, a los americanos les pareció poco que los derechos y las libertades de los ciudadanos estuvieran protegidas sólo en las constituciones estatales de modo que en 1791 entraron en vigor las diez primeras enmiendas constitucionales de los EEUU entre las que estaba la libertad religiosa, como no podía ser de otra manera.

Aunque no todas las miradas debían centrarse en el nuevo continente porque en la vieja Europa también se habían hecho importantes avances que, sin embargo, fueron premeditadamente excluidos de nuestra primera y “gloriosa” constitución. En Francia, la primera Asamblea Nacional acabó con los privilegios de la iglesia católica y aprobó en agosto de 1789 una Declaración de Derechos que consagraba la libertad de los ciudadanos y su derecho a no ser molestados por sus opiniones religiosas. Todo esto, no obstante, no tuvimos posibilidad ni de olerlo en España, donde seguimos bajo la tutela más que espiritual de una iglesia que difícilmente iba a estar dispuesta a hacer concesiones a la libertad.

Así, bajo nuestra gran tradición constitucional, los españolitos tuvieron que esperar a la breve Constitución de 1869 para gozar del mismo derecho que casi un siglo antes ya tenían garantizados los habitantes de Estados Unidos de América.

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