El pasado 5 de marzo contemplamos un espectáculo bochornoso más. Rosa Díez acudió a la Universitat Autònoma de Barcelona para pronunciar una conferencia –lo normal tratándose de ella–, pero en esta ocasión tuvo serias dificultades. Un numeroso grupo de estudiantes nacionalistas radicales hicieron todo lo posible para boicotear el acto: no querían que se produjera, querían callar la voz de Rosa Díez y asustar. Por desgracia, lo consiguieron.
En primer lugar se dispusieron a irrumpir en el salón de actos donde se iba a celebrar el acto. El rector se vio obligado a trasladar la ubicación de la celebración de la conferencia que, finalmente, fue pronunciada ante un reducido número de personas en un aula. A la salida, los mismos energúmenos de antes (y los de siempre) la siguieron hasta la salida. No dejaban de gritar improperios y consignas mal trabadas. Rosa Díez tuvo que ser escoltada en todo momento; le arrojaron papeles y piedras; incluso se apostaron alrededor del vehículo de modo que parecía que no iba a conseguir salir de allí. El rector también sufrió directamente este acto de violencia: le arrojaron pintura roja. Todo, en su conjunto, fue un acto lamentable de violencia política, una acción deliberadamente ejecutada para cercenar la libertad de expresión no sólo de una ciudadana sino también de una diputada, de una señora que nos representa a todos, y, por añadidura, la libertad de todos aquéllos que tenían la voluntad de escucharla, de acudir al acto en ejercicio de una libertad política fundamental: el derecho de reunión.
Es evidente que esta entrada es una condena de esta acción, una denuncia de la violencia política, del fascismo que tiene tomadas determinadas facultades de este país (ya le ocurrió lo mismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid aunque tuvieron menos éxito), pero es también una manifestación de aflicción por esta parte de la comunidad universitaria envenenada por el totalitarismo, por esos fascistas engañados que creen en la superioridad de una causa sobre las personas. La universidad ha sido siempre un espacio de refugio político incluso en los tiempos más adversos y es por ello que, quizás, con el robo de este espacio público a la democracia es cómo más daño nos hacen.
Y, después de todos estos episodios, yo me pregunto ¿en qué van a quedar estas acciones? ¿Es gratis en este país ir a actos públicos y reventarlos, impedir que la gente exprese sus ideas con libertad? ¿Dónde está el ministerio público, el juez instructor, la policía, la propia universidad si no es investigando a los responsables para emprender acciones legales? ¿Van a quedar impunes? Si cada vez que pasa algo así vamos a quedarnos sin hacer nada, estamos haciendo más que nadie para legalizar el fascismo. Si pensamos que nada nos va ni nos viene por que una diputada tenga que salir escoltada de una universidad mientras le arrojan papeles y piedras, es que no merecemos la democracia porque ésta no sólo está en las leyes o en la Constitución sino que hunde sus raíces en el espíritu de respeto de los ciudadanos. Si nosotros mismos perdemos el respeto por nuestra democracia, sólo nos queda la esclavitud.
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