Europa parece abocada al fracaso. En medio de toda la confusión generada en torno a la crisis griega están aflorando los síntomas de una crisis que es medular, que no hace más que indicar el agotamiento de un modelo que debe redefinirse. Pero ¿cuál es el problema de Europa? El primero de todos, su socialismo. Europa quiere ser rica prohibiendo la riqueza. Los políticos europeos se vanaglorian del sistema europeo del bienestar por sus bondades para con los más débiles, pero lo que no dicen, y lo que los ciudadanos europeos no quieren oír, es que este sistema está llevando a Europa a un empobrecimiento progresivo que nos acabará conduciendo a un sistema en el que ya no habrá riqueza que repartir y, peor aún, que no es cierto que no pueda asegurarse un mínimo asistencial por el Estado con menor nivel de intervención, por ejemplo, en educación, sanidad o pensiones.
Europa está en la gran contradicción. Quiere crecimiento económico, quiere competitividad, quiere poco desempleo, pero también quiere unos impuestos altísimos, unos gastos públicos disparatados, un alto endeudamiento, un sistema de protección social muy rígido... Precisamente todo lo que quieren los políticos europeos es lo que hacen que los capitales huyan de nosotros, que no seamos competitivos y que, por tanto, sean otros países del mundo los que nos lleven la delantera en el crecimiento. ¿Qué va a ser de esos políticos cuando no tengan riqueza que repartir y de esos ciudadanos cuando no tengan rico al que esquilmar? Europa está abocada al clásico problema del socialismo: saben como agotar los recursos existentes, de hecho saben hacerlo hasta el punto de sacarle los colores a un agujero negro, pero no saben como crear esos recursos. Es una filosofía agotada, muerta: repartir lo que hay sin ver más allá del expolio.
El segundo gran problema europeo es su nacionalismo. Los europeos siguen siendo profundamente nacionalistas, aún desconfían de la Unión, de una unión más fuerte y no quieren ni oír hablar de federalismo. Los ingleses porque no tienen demasiado interés en una integración política, especialmente después de tres intentos de invasión desde el continente. Los alemanes porque tienen la sensación de estar financiando sin freno a los disolutos pueblos mediterráneos (razón no les falta). Y los pueblos mediterráneos porque ven con envidia y recelo a esos alemanes tan puntuales y poderosos. Lo que probablemente ignoren todos es que ese ensimismamiento, a la par que absurdo, sólo nos conducirá al caos institucional que tenemos ahora y que bien sería resuelto con una estructura federal.
El tercer gran problema es la desconfianza en la clase política. Si a un político no le dejaríamos ni nuestro teléfono móvil, menos aún vamos a confiarle la ardua tarea de construir una Europa Federal fuerte y unida. Y es que, no nos engañemos, la clase política europea posee, salvando a los ingleses, muy poco nivel y los partidos políticos, lejos de ser buenas herramientas de selección de candidatos, son especialmente aptos para seleccionar a los mediocres. Esto, una vez más, diría que se debe más bien a la escasa y mala cultura política europea.
Con toda sinceridad, voy a confesar que soy un absoluto convencido de la necesidad y las virtudes de una Europa Federal. Sin embargo, me temo que con todos los problemas que he planteado y con el nulo entusiasmo que provoca la idea en la opinión pública europea en general no hay nada que hacer al respecto. Veremos cómo se las apaña esta confederación de Estados con los problemas que le acucian, que no son pocos, y confiemos en que, con el paso del tiempo y a la lumbre de nuevas necesidades, la opinión pública esté más preparada para la aventura federal. Un Thomas Jefferson nos sería de gran ayuda.