III. El paternalismo del Estado contemporáneo: la libertad y la responsabilidad.
Después de todo lo expuesto, queda patente como el ámbito de autonomía individual no ha sido ni mucho menos uniforme en todas las épocas. Dicha autonomía, la libertad al cabo, está comprometida en cualquier caso por la convivencia en una sociedad donde coexisten múltiples individuos con intereses divergentes que gozan de voluntad propia. La cuestión política a dilucidar es, por tanto, hasta qué punto se debe respetar esa voluntad, esa libertad del individuo.
Para pasar a analizar esta cuestión, me referiré al concepto de autonomía individual formulado por John Stuart Mill* en su obra Sobre la Libertad (On Liberty, 1859). Según este autor, la libertad de acción del individuo sólo se ve limitada por el respeto que éste debe a los derechos y las libertades de los demás. Esa esfera individual queda pues estrictamente limitada a esa no injerencia en los derechos ajenos y no justifica, por tanto, la intervención ni del Estado ni de la sociedad en el caso en el que el propio individuo decida, en ejercicio de su libertad, limitar o lesionar alguno de sus derechos u optar por una u otra conducta o estilo de vida**. El resultado deseable de este principio básico de convivencia es, no cabe duda, la mayor diversidad posible de estilos de vida, la mayor diversidad de opiniones, de creencias, en definitiva, una sociedad plural en la que cada persona asuma la dirección de su propia vida sin molestar ni ser molestado. Esto queda aún más patente considerando el ensayo en su conjunto. La defensa de la discrepancia como valor; del pluralismo, y de la libertad de opiniones y estilos de vida es una constante en Sobre la Libertad y, probablemente, lo que lo convierte en un referente ineludible del ideal del liberalismo y la democracia. ¿Qué ha podido suceder para que al cabo de siglo y medio estemos dando pequeños retrocesos aparentemente irrelevantes?
Lo cierto es que, como he expuesto, esa visión tan liberal de la sociedad no ha sido la regla sino la excepción: un caro ideal que apenas sí hemos ido poniendo en práctica. En la época de Mill, el enemigo de ese pluralismo, de esa libre determinación de las personas era la visión puritana, religiosa al cabo, de la vida y de la sociedad. Los principios que arrollaban esa libertad o que con mayor frecuencia podían hacerlo estaban vinculados con la moralidad judeo-cristiana. No se trataba de un fenómeno distinto en sus efectos ni seguramente en sus orígenes. Probablemente los individuos estaban mucho más encorsetados por lo que se esperaba de ellos, de su forma de ser, de pensar y de actuar, pero no dejaba de ser a la postre otra forma más de paternalismo, un decir a los demás qué hacer y qué no. La diferencia, probablemente la única, con el paternalismo actual es el ideal que legitima esa intervención.
Antaño era la moral judeo-cristiana, luego la justicia social y el igualitarismo socialista. Ahora ambos ideales siguen jugando cierto papel, especialmente el segundo. Sin embargo, éstos se han ido viendo desplazados cada vez más por otro ideal de corte aparentemente mejor: el ideal del propio bienestar. Lo que se nos impone ahora no es una moral religiosa o una moral de clase, que puede que también, sino un ideal del bienestar, de la seguridad, aparentemente inocuo, que pasa por la protección de nuestros propios actos aun cuando sólo nos perjudiquen a nosotros mismos. ¿Acaso alguien se opondrá a su propio bienestar? Ese tótem es la nueva mina de oro de la restricción. Ahora no sólo se fundan en él las prohibiciones que menciono en la introducción. También las restricciones económicas empiezan a justificarse por ese bienestar más que por la tradicional justicia social. Y, en esta cuestión, es absolutamente indiferente la parte del espectro político a la que miremos. El pretexto de moda para disponer, mandar, prohibir, ordenar y regular es éste. ¡Ha vuelto rejuvenecido desde los tiempos del despotismo ilustrado! Y ahora la mayoría de los políticos lo utilizan para lo que les interesa regular. La izquierda, la derecha, el centro, los de arriba y los de abajo están de acuerdo: cortémosle las alas a Fulanito. ¡Sea por su propio bien!
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A estas alturas, el lector se preguntará cuál es el origen de este ideal como de todos los demás que llevan al paternalismo. Sin duda, un recelo hacia la libertad del otro, no de la propia: el temor a que los demás hagan un uso inadecuado de su libertad por lo que esto pueda afectarnos. Nuestra necesidad de certidumbre nos exige un control cada vez mayor de nuestro entorno físico y social. Queremos conjurar no sólo los desastres naturales sino también los desastres personales. De ahí nuestra inquietud por que los demás actúen como nosotros creemos que deben hacerlo. Es éste seguramente el origen de nuestro afán por juzgar las conductas ajenas y reprobarlas en la mayoría de casos porque sentimos amenazada nuestra propia posición. Por ello, antes la gente podía preocuparse mucho de guardar la moralidad pública de sus allegados para no verse también deshonrada. Los más devotos temían que sus familiares pudieran condenarse al fuego eterno por un adulterio o una blasfemia. Ahora, a los padres les preocupa que sus hijos puedan consumir alcohol, tabaco o drogas, o que no lleven el casco en la moto y antes de ser ellos la figura restrictiva, prefieren que recaiga sobre el Estado el peso de una labor que es indelegable: la educación de los que serán futuros ciudadanos. Y, ¿cuál es el resultado? Nos calmamos porque creemos que los demás están más seguros porque hacen lo que creemos que deben hacer, pero no por ello va a cesar la inseguridad, lo que no obsta que sí se vea mermada la libertad.
¿Cuál es la quiebra de ese ideal? La suplantación de la libertad de los ciudadanos supone finalmente la exención de su propia responsabilidad. Al liberarlo de la tediosa elección de actuar de una u otra forma se le niega también la asunción de las consecuencias de sus propios actos. El ciudadano no actúa finalmente porque crea que una decisión es mejor o peor sino que se le priva de efectuar ese juicio previo, se le da hecho y las consecuencias de la transgresión no se traducen en una responsabilidad para consigo mismo sino en una responsabilidad con el Estado. En definitiva, se traslada la imagen de que aquél que no se pone el casco no es ya responsable de los riesgos que conlleva su conducta sino tan sólo responsable en la medida en que la autoridad pública le descubra y le sancione***.
Esta exención de la responsabilidad, por leve que pueda parecer, no deja de sacar a relucir la idea de que los ciudadanos son irresponsables, incapaces de entender el alcance de sus acciones o de elegir adecuadamente. Se les trata, en definitiva, como a gente libertina, incapacitada para cuidar de sí. Más aún, se les niega la posibilidad de error y, con ello, la posibilidad de progresar, de aprender a raíz de esos errores, de crecer y madurar. Se les niega, al fin, que sean lo suficientemente adultos como para gozar plenamente de su libertad.
Finalmente, esos individuos conformados por esas restricciones configurarán una sociedad adocenada y estatista; incapaz de luchar por aquello que quiere; resignada o encantada bajo el abrigo de la protección pública que acabará reclamando, si es que no lo ha hecho siempre, la protección de las vicisitudes económicas, de la inseguridad del mercado competitivo para el que no está preparada. Ese depender del Estado como de un padre nos acabará convirtiendo en una sociedad incapaz de competir en un mundo que avanza vertiginoso hacia el progreso. Al final, descubriremos que “por nuestro bien” nos habremos quedado atrás para mal nuestro.
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* John Stuart Mill (1806-1873), pensador y político británico, es uno de los autores más relevantes del pensamiento liberal clásico.
** Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Éstas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente.
Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Stuart Mill, John: Sobre la Libertad (On Liberty, 1859), Alianza Editorial, España, 2007, página 68.
*** El supuesto del casco o del cinturón de seguridad es un ejemplo menor que sirve de botón de muestra para revelar una forma de pensamiento que acaba teniendo unas consecuencias funestas. Evidentemente, cada una de las prohibiciones que he citado afecta en un grado distinto a la libertad. Las prohibiciones contra el consumo de alcohol, por ejemplo, están en auge desde que comenzaron en la Comunidad de Madrid y no hacen sino aumentar. Se revela así el potencial de expansión de este paternalismo inicialmente inofensivo.